domingo, 30 de marzo de 2014

Algunas Reflexiones Acerca del Debate Sobre la Reforma del Código Penal

Por: Ernesto Julián Ferreira


Una ley penal es siempre un hecho político. El Código Penal vigente data del año 1921. Empero, de la sistematización originaria en cuanto al catálogo de delitos y penas quedan apenas escombros merced a las sucesivas reformas parciales que ha sufrido (nunca mejor empleado este término) en el curso de los últimos 90 años.
La vorágine reformadora parcial se ha visto fogoneada cíclicamente y tuvo su clímax con las modificaciones de principios del siglo XXI (las así denominadas leyes “Blumberg”) que aumentaron las penas, hicieron más exigentes los recaudos para la obtención de la libertad condicional, impusieron la suma aritmética en materia de concurso real, entre otras de similar tenor.
Los últimos injertos vinieron a anarquizar aún más el complejo normativo en materia penal en nuestro país disperso entre leyes especiales, disposiciones penales en leyes de otra índole, etc.
Esos injertos asistemáticos fueron precedidos por la instalación mediática de un pretendido “clamor popular por la seguridad” encarnado en “ciudadanos eminentes legitimados por su dolor” y en una campaña de “ley y orden”. Estas peticiones deberían ser analizadas meticulosamente para desentrañar qué se entiende por seguridad y, por ende, qué se solicitaba. Empero, sin siquiera intentar este sendero de racionalidad, las agencias políticas definieron el dilema, interpretando que lo que se reclamaba era “más delitos, más penas, más prisionizados”.
El diagnóstico acerca de las incongruencias, imperfecciones, lagunas, incompatibilidades con normas constitucionales y convencionales del Código actual genera consenso doctrinario y académico con lo que -desde una perspectiva exclusivamente técnico-jurídica- la pertinencia y necesidad de la reforma estaría fuera de discusión.
Sin embargo, el consenso acerca de un diagnóstico no necesariamente implica que ese consenso se extienda al sentido, espíritu y dirección político criminal de la reforma.
El contexto en el que emerge a la discusión pública el Anteproyecto de Reforma integral del Código Penal es particular porque no puede desconocerse que se produce en un marco en que el problema de la “inseguridad” (término polisémico como pocos) y el reclamo de políticas “mano dura” en relación al problema de la “delincuencia”, condicionan, partidizan y contaminan el clima de discusión institucional de una iniciativa de ese tenor.
Parecería que el debate público comienza a emponzoñarse con el mismo método que, años atrás, culminó en las reformas “Blumberg”.
En un estado de derecho democrático cualquier iniciativa legislativa puede y debe ser debatida ampliamente. Empero, es indispensable que la discusión se afronte con buena fe, conocimiento técnico, disposición a un diálogo fecundo y responsabilidad político. Los ataques personales, las apelaciones al “sentido común popular” apropiado por quien emite la crítica, la descalificación del proyecto sin detenerse al análisis de sus fundamentos entre otras prácticas incompatibles con el intercambio sereno de ideas conspiran contra el objetivo de efectuar una reforma integral que supere el anárquico estado actual de la legislación punitiva.
Y no se trata aquí de postular, a priori, la conveniencia de determinados contenidos en la reforma en cuestión, más allá de las opiniones que cada uno tenga sobre el particular. Simplemente, advertir que para poder tomar una decisión republicanamente responsable en la materia es menester un intercambio de posturas en las que -en lo esencial- la injuria, la descalificación personal y el dogmatismo sean dejados de lado, aunque eso muchas veces requiera un supremo esfuerzo.
Si en cambio, sólo se arrojan clichés y descalificaciones, en rigor, la discusión se deteriora en su calidad y se desplaza al ámbito de la dialéctica verbal inconducente.
No puede dejar de señalarse que, detrás de la pirotecnia verbal, podrían agazaparse veladamente las denominadas políticas de “mano dura” que aunque no sean más que superficiales actualizaciones del discurso policial criminológico de principios del siglo veinte, significaron en los años noventa el correlato político criminal del ideario económico representado por el neoliberalismo y que constituyera el indiscutible paradigma de la amplia mayoría de las expresiones políticas que tuvieron responsabilidades de gobierno en nuestra región durante aquel tiempo.
El ideario neoliberal aconsejaba la reducción del Estado en casi todos sus ámbitos, defeccionando conscientemente en orden a funciones que otrora se consideraran irrenunciables (salud, educación, seguridad social) y, paradojalmente, aumentando la intervención estatal sólo en términos de poder punitivo, proceso éste que fue caracterizado lúcidamente por Loïc Wacquant como el cambio del Estado providencia hacia el Estado penitencia, intentando así sintetizar el significado de la respuesta punitiva ante los fenómenos de la desocupación masiva, la imposición de trabajo precario y el achicamiento de la protección social hacia los sectores excluidos.
La legitimidad material (en sentido amplio) de las normas penales es externa al derecho penal y a las concepciones dogmáticas que lo explican y estructuran. Entonces, esa legitimidad habrá de buscarse en los lineamientos de las normas de grada superior (Constitución Nacional y Tratados Internacionales de Derechos Humanos de igual jerarquía, arts. 31 y 75 inc. 22) y en el marco de las instituciones democráticas que superando clamores coyunturales, brinden respuestas que superen el mero recurso simbólico comunicacional del aumento de la penas, desde que –aún desde un standard ético utilitarista y no deóntico—es de toda evidencia que las normas en general, y las penales no escapan al fenómeno- carecen de efectos demiúrgicos, esto es, no modifican por sí mismas la realidad social.
Parecería que las críticas a un Anteproyecto que apenas se conocen tiene como todo fundamento las noticias de la última semana de la crónica roja, cuando -en rigor- el ámbito de discusión pertinente para quienes tienen responsabilidades políticas -más aún si cuentan con legitimación popular- es el Congreso de la Nación y -en su caso- formas ampliadas de participación tales como Foros de Debate, Encuentros multisectoriales.

Como decíamos al principio, toda ley es un hecho político, pero que no puede degradarse a mero oportunismo electoral.