Por: Ernesto Julián Ferreira
Una ley penal es siempre un hecho político.
El Código Penal vigente data del año 1921. Empero, de la sistematización
originaria en cuanto al catálogo de delitos y penas quedan apenas escombros
merced a las sucesivas reformas parciales que ha sufrido (nunca mejor empleado
este término) en el curso de los últimos 90 años.
La vorágine reformadora parcial se ha visto
fogoneada cíclicamente y tuvo su clímax con las modificaciones de principios
del siglo XXI (las así denominadas leyes “Blumberg”) que aumentaron las penas,
hicieron más exigentes los recaudos para la obtención de la libertad
condicional, impusieron la suma aritmética en materia de concurso real, entre
otras de similar tenor.
Los últimos injertos vinieron a anarquizar
aún más el complejo normativo en materia penal en nuestro país disperso entre
leyes especiales, disposiciones penales en leyes de otra índole, etc.
Esos injertos asistemáticos fueron precedidos
por la instalación mediática de un pretendido “clamor popular por la seguridad”
encarnado en “ciudadanos eminentes legitimados por su dolor” y en una campaña
de “ley y orden”. Estas peticiones deberían ser analizadas meticulosamente para
desentrañar qué se entiende por seguridad y, por ende, qué se solicitaba.
Empero, sin siquiera intentar este sendero de racionalidad, las agencias
políticas definieron el dilema, interpretando que lo que se reclamaba era “más
delitos, más penas, más prisionizados”.
El diagnóstico acerca de las incongruencias,
imperfecciones, lagunas, incompatibilidades con normas constitucionales y
convencionales del Código actual genera consenso doctrinario y académico con lo
que -desde una perspectiva exclusivamente técnico-jurídica- la pertinencia y
necesidad de la reforma estaría fuera de discusión.
Sin embargo, el consenso acerca de un
diagnóstico no necesariamente implica que ese consenso se extienda al sentido,
espíritu y dirección político criminal de la reforma.
El contexto en el que emerge a la discusión
pública el Anteproyecto de Reforma integral del Código Penal es particular
porque no puede desconocerse que se produce en un marco en que el problema de
la “inseguridad” (término polisémico como pocos) y el reclamo de políticas
“mano dura” en relación al problema de la “delincuencia”, condicionan,
partidizan y contaminan el clima de discusión institucional de una iniciativa
de ese tenor.
Parecería que el debate público comienza a
emponzoñarse con el mismo método que, años atrás, culminó en las reformas
“Blumberg”.
En un estado de derecho democrático cualquier
iniciativa legislativa puede y debe ser debatida ampliamente. Empero, es
indispensable que la discusión se afronte con buena fe, conocimiento técnico,
disposición a un diálogo fecundo y responsabilidad político. Los ataques
personales, las apelaciones al “sentido común popular” apropiado por quien
emite la crítica, la descalificación del proyecto sin detenerse al análisis de
sus fundamentos entre otras prácticas incompatibles con el intercambio sereno
de ideas conspiran contra el objetivo de efectuar una reforma integral que
supere el anárquico estado actual de la legislación punitiva.
Y no se trata aquí de postular, a priori, la
conveniencia de determinados contenidos en la reforma en cuestión, más allá de
las opiniones que cada uno tenga sobre el particular. Simplemente, advertir que
para poder tomar una decisión republicanamente responsable en la materia es
menester un intercambio de posturas en las que -en lo esencial- la injuria, la
descalificación personal y el dogmatismo sean dejados de lado, aunque eso
muchas veces requiera un supremo esfuerzo.
Si en cambio, sólo se arrojan clichés y
descalificaciones, en rigor, la discusión se deteriora en su calidad y se
desplaza al ámbito de la dialéctica verbal inconducente.
No puede dejar de señalarse que, detrás de la
pirotecnia verbal, podrían agazaparse veladamente las denominadas políticas de
“mano dura” que aunque no sean más que superficiales actualizaciones del
discurso policial criminológico de principios del siglo veinte, significaron en
los años noventa el correlato político criminal del ideario económico
representado por el neoliberalismo y que constituyera el indiscutible paradigma
de la amplia mayoría de las expresiones políticas que tuvieron
responsabilidades de gobierno en nuestra región durante aquel tiempo.
El ideario neoliberal aconsejaba la reducción
del Estado en casi todos sus ámbitos, defeccionando conscientemente en orden a
funciones que otrora se consideraran irrenunciables (salud, educación,
seguridad social) y, paradojalmente, aumentando la intervención estatal sólo en
términos de poder punitivo, proceso éste que fue caracterizado lúcidamente por
Loïc Wacquant como el cambio del Estado providencia hacia el Estado penitencia,
intentando así sintetizar el significado de la respuesta punitiva ante los
fenómenos de la desocupación masiva, la imposición de trabajo precario y el
achicamiento de la protección social hacia los sectores excluidos.
La legitimidad material (en sentido amplio)
de las normas penales es externa al derecho penal y a las concepciones
dogmáticas que lo explican y estructuran. Entonces, esa legitimidad habrá de
buscarse en los lineamientos de las normas de grada superior (Constitución
Nacional y Tratados Internacionales de Derechos Humanos de igual jerarquía,
arts. 31 y 75 inc. 22) y en el marco de las instituciones democráticas que
superando clamores coyunturales, brinden respuestas que superen el mero recurso
simbólico comunicacional del aumento de la penas, desde que –aún desde un
standard ético utilitarista y no deóntico—es de toda evidencia que las normas
en general, y las penales no escapan al fenómeno- carecen de efectos
demiúrgicos, esto es, no modifican por sí mismas la realidad social.
Parecería que las críticas a un Anteproyecto
que apenas se conocen tiene como todo fundamento las noticias de la última
semana de la crónica roja, cuando -en rigor- el ámbito de discusión pertinente
para quienes tienen responsabilidades políticas -más aún si cuentan con
legitimación popular- es el Congreso de la Nación y -en su caso- formas
ampliadas de participación tales como Foros de Debate, Encuentros
multisectoriales.
Como decíamos al principio, toda ley es un
hecho político, pero que no puede degradarse a mero oportunismo electoral.